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Jesús Pérez Salas

Guerra en España (1936 a 1939)

Edición del autor, México, D. F., 1947. Texto Seleccionado.


Volvamos a los interrogantes. ¿Constituyó un delito de rebelión militar la formación de la Junta de Madrid?

No pretendo entrar en el fondo jurídico de la cuestión. Seguramente habrá argumentos en pro y en contra, que sólo un tribunal superior podría fallar en su día. Pero sí voy a exponer mi plinto de vista.

Podría considerarse como legal al Gobierno de Negrín, en el sentido estricto de la palabra, mientras éste tuvo la confianza "oficial" del presidente de la República y de las Cortes, aunque ni el uno ni las otras estaban nunca facultados para legalizar cualquiera clase de actos que se hallaran en pugna con la Constitución y que fueron cometidos por Negrín.

Mientras existió un poder moderador, con suficientes atribuciones para poder destituir al jefe del Gobierno en cuanto éste se saliera de la línea de la Constitución, podía interpretarse que a juicio del presidente de la República no hubo desacato constitucional, haciéndose responsable de él el propio presidente, mientras este existió. Pero cuando este poder moderador desapareció por dimisión del señor Azaña y antes, por imposibilidad de ejercer su cargo en el extranjero, especialmente al desaparecer nuestra Embajada en Francia, por el reconocimiento de Franco, quedaba el Gobierno investido de un poder absoluto, lo que es contrario a todo principio democrático.

Las Cortes podían derribar a cuantos gobiernos no fueran de su agrado, retirándoles o no otorgándoles su confianza, lo que obligaba al presidente de la República a destituir al presidente del Consejo de Ministros, o a aceptar la dimisión que aquél se ve obligado a aceptarle. No obstante, puede actuar el Gobierno durante un período de tiempo, antes de presentarse a las Cortes. En cambio no puede hacerlo ni siquiera una hora, si no cuenta con la confianza del presidente de la República.

Es ésta tan personal, que desaparecido aquél, queda el jefe del Gobierno en situación interina, únicamente por el tiempo indispensable para que el presidente de las Cortes, que automáticamente sustituye al de la República, refrende en el su confianza o nombre a otro.

Sólo considerándose Negrín con un poder dictatorial, pudo emitir disposiciones que rebasaban sus facultades naturales, ascendiendo a numerosos jefes del Ejército al empleo superior inmediato, sin publicar los ascensos en el Diario Oficial y sin el refrendo del presidente. Hizo más, concedió el empleo de teniente general a Rojo y Miaja, vulnerando las leyes de la República que había anulado dichas jerarquías que pertenecían al ejército monárquico, pues no recuerdo que fueran restablecidas oficialmente con anterioridad a esos nombramientos. Como éstas, pudo haber cometido infracciones mucho más graves, lo que era muy lógico en quien había dado muestras de tener tan pocos escrúpulos anteriormente. Llegado este caso, ¿quién podía evitar que las arbitrariedades surtieran efecto? Sólo el pueblo, negándose a obedecerlas, y como éste no podía expresarse más que por medio de sus diputados y a falta de éstos, por los dirigentes de sus organizaciones, de estas últimas se valió, para decir a Negrín que no toleraría dictaduras sin su asentimiento, del que se preveía iba a prescindir el presidente del Consejo mediante el empleo de la fuerza, que iba a tener en sus manos, si conseguía poner en los mandos del Ejército del Centro a sus incondicionales, los jefes comunistas del Ejército del Ebro que habían sido llevados desde Francia expresamente para ello.

¿Puede ser esto un acto de rebelión contra el Gobierno legal de la república?

Lo natural, si bien habían de seguir funcionando los Poderes Constitucionales, es que tan pronto como éstos pasaran la frontera, se trasladaran al centro de la península para poder actuar en territorio español. Pero, si, por no querer o. no poder, tanto el presidente de la República como las Cortes no emprendieron el viaje, es ello prueba evidente de que el Estado había desaparecido y con él el Gobierno. Sólo quedaba una parte de territorio español, que continuaba fiel a la República y que tenía derecho a nombrar un órgano de gobierno que pusiera en orden sus asuntos.

La verdad, amarga verdad, es que ni el presidente ni las Cortes quisieron marchar a la zona Centro, para continuar desempeñando el papel que, en aras de la concordia, se habían visto obligados a representar en Cataluña.

Es probable que todo cuanto expongo sean solamente elucubraciones jurídicas, propias de un profano en Derecho. Pero sí afirmo que, moral y democráticamente, no es posible condenar el movimiento de Casado:

Democráticamente, porque la zona Centro, con sus representaciones políticas autorizadas, podía, en las especialísimas condiciones que se encontraba, resol-ver sobre la legitimidad de un Gobierno y sobre la conveniencia de sustituirlo por un organismo que podría ser más útil en aquellas circunstancias. Moralmente, porque nadie honradamente puede atribuir a Casado, a Besteiro ni a cuantos elementos les apoyaron, intenciones de cometer un acto anticonstitucional, pues precisamente ellos habían sido los más ardientes defensores de la Constitución, cuando ésta estaba siendo vulnerada por quienes ahora se sienten, o fingen sentirse, más indignados por ello. Desde el punto de vista, político, la más elemental prudencia aconsejaba admitir la ilegalidad del Gobierno Negrín, o la desaparición de este en aquella fecha. En tal su-puesto, la responsabilidad de haber pretendido continuar aquel gobierno, al frente de lo que quedaba de la nación, recae solamente sobre Negrín, y para disculparle no faltarán argumentos jurídicos, con los que sólo sufriría el amor propio de aquel.

Si, por el contrario, se admitiera la legalidad del Gobierno, sería preciso declarar reos del cielito de rebelión militar, a cuantos participaron y colaboraron con la Junta de Defensa de Madrid.

¿Se atreverán los partidos políticos y los sindicales a acusar de traidores a sus representantes en la zona Centro-Sur? Si ello fuera posible, quiénes quedarían para poder reclamar la legalidad republicana? Sola-mente los comunistas como partido y los catalanes y vascos, a los que habría que añadir unos representan-tes, que se encontraban en Francia, de la zona Centro-Sur, que democráticamente se verían obligados a dimitir, al no hallarse conformes con el proceder de sus re-presentados. ¿Es esto lo que se pretende? Sólo se conseguiría dar eficacia jurídica a los actos de Franco y demás facciosos.

¿Son culpables tanto Casado corno Besteiro del desastroso final de la guerra? La pérdida de la guerra era inevitable, máxime no habiéndose adoptado en el bando republicano ninguna de las medidas de que tratamos en páginas anteriores. Negrín, por su parte, tampoco hizo nada que indicase deseos de querer resistir por más tiempo que el que buenamente nos permitiera el enemigo.

En el libro de Rojo se leen algunos párrafos que demuestran la veracidad de este aserto. Ello ofrece más importancia, conociendo la devoción de aquél por Negrín, reflejada en todo su libro. Dicen así los párrafos: «Estábamos también de acuerdo que en la zona central no había nada que hacer, si previamente no se resolvían una serie de problemas que garantizaran el abastecimiento de toda clase de recursos, incluso de materias primas para la industria y armamento, y si no se corregían los vicios políticos y militares tantas veces señalados, pues ya era harto dolorosa la experiencia que vivíamos. A estas necesidades respondían las órdenes de 3 y 4 de febrero, para la evacuación de toda clase de recursos a la zona central, si bien este buen deseo había de frustrarse, y así hubo de apreciarlo el jefe del Gobierno, aun antes de ir a dicha zona. Si aquello no se lograba, había que buscar urgentemente la fórmula política, que permitiera terminar la guerra cn el más breve plazo, de la manera más digna y salvando el mayor número de personas. Y como no se logró ni podía lograrse, porque a ello se oponían exigencias políticas y técnicas, que no podían eludirse, el Gobierno fue a la zona central con la sola aspiración de sostener la moral de la masa, en tanto se hallaba y ponía en ejecución la fórmula política que consintiese poner fin a la guerra.»

Queda bien aclarado que Negrín fue al Centro a levantar la moral y a buscar una fórmula de arreglo con el enemigo. Lo primero era de todo punto imposible, dada la situación de aquella zona, cuya posición era francamente adversa al presidente del Consejo, lo que daba lugar a que no fuera éste el más indicado para conseguirla.

Sólo podía Negrín, como desgraciadamente ocurrió, soliviantar más los ánimos y obligarles a dar el paso que dieron.

En cuanto a la fórmula para terminar la guerra, no existe el menor fundamento para creer que Negrín hubiera tenido mayor éxito que la Junta de Defensa. Si ésta estuvo a punto de conseguir una paz y sólo la imposición alemana lo evitó, es lógico suponer que a los emisarios de Negrín ni siquiera los hubiesen escuchado. Probablemente los hubieran detenido al aterrizar.

¿Qué intentaba, pues, llevar a cabo Negrín? Sencillamente, facilitar la evacuación de sus «colaboradores» en primer término. Que esto no es ninguna suposición malévola, lo prueba la preferencia que a estos «colaboradores» ha dado en el exilio, cuando se ha tratado de ayudar, con los medios cuantiosos de que disponía Negrín, a los emigrados republicanos.

El extraño proceder de Negrín se refleja en otro párrafo del tan mencionado libro de Rojo. Dice: «Si era verdad que en la zona central iba a continuar la guerra en serio ¿por qué se liquidaban en Francia las existencias de víveres, materias primas y armamento de tránsito que se tenían acumulados? Esto era demasiado claro y significativo, para no desconcertarse (sic); por un lado se liquidaba económicamente el conflicto, transformando todas las existencias; por otro se ordenaba resistir, sin dar medios para ello, ni siquiera víveres. Era para mí evidente que no debía compartir ni respaldar, desde mi puesto técnico, una conducta incomprensible.

No puede ser más claro. Dicho por Rojo tiene lo anterior una importancia enorme.

¿Existían o no motivos para sospechar de la tortuosa política de Negrín? ¿No era esto —sumado a lo ya manifestado— fundamento suficiente para impedir que se consumara tan extraño modo de proceder? Claro está que de haber existido en la zona Centro los poderes constitucionales, a ellos les hubiera tocado impedirlo. Pero a falta de estos poderes ¿no podía y debía hacerlo, repito, la representación popular genuina, fuente de todos ellos?

El final de la guerra no lo hubiera evitado ni aplazado Negrín y ni siquiera intentó hacerlo. En cuanto a lo desastroso de ese final, no es ciertamente culpa de la Junta de Defensa. La lucha ocurrida en Madrid no puede imputarse a ella. Sin la Junta, que hubiera frenado los odios acumulados en las unidades no comunistas del Ejército, lo probable es que lo sucedido en Cartagena hubiera sido la técnica general en todas las poblaciones y ejército de la zona Centro-Sur.

Lo verdaderamente lamentable fue no haber podido hacer salir de aquella zona las treinta o cuarenta mil personas republicanas más significadas, muchas de las cuales han pagado con su vida la lealtad a la Re-pública. Pero esto tampoco es imputable a la Junta de Defensa. Si hubiésemos conservado la Escuadra, se hubieran salvado no solamente los que se encontraban en Alicante, sino muchos pertenecientes a los ejércitos de Andalucía, Extremadura y Centro, que no se replegaron hacia la costa, por no existir una «frontera», que les estimulara a hacerlo. La marcha de la Escuadra fue, como ya hemos dicho, la causa de este desastre. Con ella teníamos libre el mar, pues ni Franco disponía de barcos de guerra en número suficiente para impedirlo, ni se hubieran sacrificado buen número de ellos por ambas partes, en una batalla naval, sólo por el insano anhelo de no permitir la evacuación, máxime sabiendo Franco que toda la flota republicana iba a ser suya a los pocos días.

¿En quién situar la responsabilidad por la marcha de la Escuadra? En la Junta de Defensa no, pues todavía no había estallado el movimiento que condujo a la misma, cuando aquélla se fue. ¿De quién, pues? De Negrín exclusivamente, a causa de sus catastróficas disposiciones. De lo único que se puede culpar a la Junta es de no haberse levantado dos días antes, pues sólo así se hubiera seguramente evitado ese terrible contratiempo de la marcha de nuestros buques.

En mi opinión, dos fueron los errores cometidos por Casado. El primero y principal consistió en su tardanza para llevar a cabo el movimiento. Efectuado éste cuando la pérdida de Cataluña. hubiera dado mucho mejor resultado.

Yo sé que por aquellas fechas, antes de la dimisión del presidente de la República señor Azaña y del reconocimiento de Franco por las democracias, hubiera sido el movimiento calificado de rebeldía con mucho más motivo que cuando se produjo, pero sin razones morales para esa calificación. Yo no tenía contacto alguno con Casado ni con mis hermanos; sin embargo, estaba seguro que iba a acabar por producirse un movimiento de protesta contra el Gobierno de Negrín, porque no desconocía la posición de positivo descontento que existía en la zona Centro, fiel reflejo del ambiente que reinaba en Cataluña.

Tanto en una como en otra zona, se toleraba tal estado de cosas en parte, como ya hemos dicho, por evitar mayores males, en parte también, porque la mayoría de los republicanos nos encontrábamos sometidos por la fuerza, a un predominio partidista que era completamente artificial.

Al perderse Cataluña pudo verse ya claramente que el mal que se hubiera producido nunca hubiese resultado mayor que el que ocasionó nuestra pasividad. La experiencia había tocado a su fin, y para conseguir algún alivio a la situación era absolutamente preciso cambiar nuestra política de guerra.

La otra razón —superioridad de fuerzas para sostener el artilugio gubernamental— no regía en forma tan absoluta en la zona Centro, donde estaban más equilibrados los elementos gubernamentales y antigubernamentales. En Figueras expuse mi creencia de que un movimiento se produciría, si bien esperaba que fuera mucho antes. Todos los militares profesionales con quienes hablé, coincidieron en manifestar que no vacilarían en trasladarse a la zona Centro, si esto sucedía, pues sólo así sabían que podían ser plenamente utilizados sus servicios, en defensa de la causa, siempre que el movimiento se hiciera con tiempo suficiente para que los cambios militares pudieran ser totales. El otro error, quizá consecuencia del primero, fue el lema de paz, que comenzó por enarbolar Casado, cuando debió hacer todo lo contrario. Levantada la moral de la zona, reorganizados los cuadros de mando con la llegada de los militares profesionales y reforzadas las unidades, con parte del armamento que existía en Francia, aunque no pudiera emplearse todo él, hubiésemos podido presentar en el Centro un ejército mucho más potente que el de Cataluña. Con ello creo que la resistencia se hubiera prolongado unos meses más, los suficientes para dar lugar a un cambio en la situación internacional.

Cualquier mediano observador, podía saber perfectamente que después de Munich la guerra mundial era inevitable. Recuerdo que la última noche que pasé en España le dije a un oficial francés que pronto lucharíamos juntos, a lo que éste asintió, pues tenía la misma creencia que yo. Pero cuando la cosa no dejó lugar a dudas fue en marzo de 1939, después de la entrega de Checoslovaquia a los alemanes. A partir de aquel momento, incluso Chamberlain deseaba la guerra.


Jesús Pérez Salas, Guerra en España (1936 a 1939)