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Historia y Vida. Extra número 4, 1974

DON JOAQUÍN Y LOS "PASEOS"

Carlos López Serviá

Don Joaquín -el muy humano protagonista de este relato- no es otro que el comandante de Artillería Joaquín Pérez Salas, de guarnición en Valencia al estallar el Movimiento nacional. Jefe, después, de las tropas republicanas que intentaron, infructuosamente, ocupar Córdoba, moriría fusilado al terminar nuestra guerra civil cuando ya había ascendido a coronel, y mandado, en su última etapa, la base naval de Cartagena. 

Cuando recordamos una vida como la de don Joaquín Pérez Salas, lo que destaca, por encima de ser número 1 de su promoción en la Academia de Artillería, de  su valor, Inteligencia, dominio de sus nervios... es la fuerza arrolladora de su espíritu: la rectitud, dentro de las dificultades tan tremendas que la llamada "zona roja" encerraba en sí, del comportamiento inflexible que se había trazado. Tuvo siempre la valentía de luchar contra quien fuere y contra todos. En particular, si quienes ordenaban o toleraban lo que en su criterio no se debía ordenar o tolerar era de superior categoría a la suya, ministros incluidos. Don Joaquín, como todos los que han sido exponentes de una gran riqueza espiritual, tienen una vida más larga que la material. Con la muerte física no termina su obra, sino que, al contrario, más bien empieza. La influencia de ella en los demás depende de la personalidad de, cada uno, pues no es lo mismo la fuerza sin límite que explosiona y se ensancha con la muerte de Jesús en la cruz -cuando lo den por vencido, derrotado y liquidado- que la de un lego o padre de familia, (¡mitades a su comunidad u hogar. Pero, en uno o en otro caso, la fuerza del espíritu se transmite subyugado: en el primero, a cientos y cientos de millones, los cristianos; en el segundo, mejorando la vida de la comunidad o simplemente enriqueciendo la conducta de un hogar y amigos. Don Joaquín -¡cuántos y cuántos hogares le recuerdan! Salvó cientos de personas de la muerte, sin conocerlas, y allí donde estuvo no permitió lo que es conoce como "el paseo", es decir, sacar por la noche de la cárcel o de sus hogares a las víctimas para asesinarles poco después, casi siempre en lugares conocidos, donde a la mañana siguiente los familiares podían ir a retirarlas. Como no lo toleró y, además, condenó públicamente tales actos, fue siempre considerado, tanto por los de izquierdas como por los de derechas, como "fascista". Un hecho precioso explica, mejor que lo yo pudiera escribirles, cómo era este hombre, realmente extraordinario. 

Los «fascistas» de Bujalance

En los primeros días de agosto de 1936, después de una estancia de nuestro grupo artillero en Madrid, llegamos a Bujalance, fascinante pueblo de nuestra hermosísima provincia de Córdoba, donde las baterías tuvieron que quedarse 10 o 12 días. El segundo, hacia las 6 de la tarde, una señora solicitó ver a don Joaquín. Ya ante él, con los ojos llenos de lágrimas, la voz temblorosa y la angustia en el rostro, le dijo:

-Perdóneme usted, pero no tengo a nadie a quien acudir, y como usted es el jefe militar... Mi marido, un hombre bueno, honrado y trabajador, que no ha hecho otra cosa más que trabajar para su hogar y para todos, probablemente... lo matarán esta noche. A eso he venido, a que usted le salve, y lo pido, señor, porque de verdad, lo juro, es un hombre bueno y honrado... 

Y sin pronunciar palabra, llorando a borbotones, calladamente, con hipos continuados, permanecía de pie, mientras a todos nos corría ese escalofrío dolorosísimo que escenas como ésta traen consigo. 

Cuando la mujer estuvo un poco más calmada,.don Joaquín, que la había hecho sentar, le rogó ampliara lo dicho. Ella, entonces, fue expresando que desde hacía unos días, cada noche, con la excusa de llevarlos a declarar, sacaban a unos cuantos y, a menos de 500 metros de la salida del pueblo, morían acribillados, porque, según decían, Intentaban escapar.

-Mi marido -añadió ella- creo que pertenece a la CEDA, pero la CEDA era organización autorizada por la República y nunca he pertenecido a organizaciones clandestinas, ni tampoco era significado en la suyo. En cambio, todo el pueblo lo sabía, era una buena persona a más no poder...

Don Joaquín escuchaba sin decir nada. Al terminar, ella le miró angustiada, esperando su respuesta, y él, que era parco en palabras, la tranquilizó diciéndole:

-Este noche su esposo dormirá en su casa, lo mismo que los demás presos que no estén en la cárcel por condena judicial.

La mujer volvió a llorar desconsoladamente e hizo ademán incluso de cogerle las manos y quizá besárseles, pero él, firme y con suavidad, la contuvo, acompañándola hasta la puerta con estas o parecidas palabras:

-Adiós, señora. Me alegra poderle ayudar.

«Es triste que nadie crea que yo soy republicano»

Don Joaquín llamó el alcalde o al jefe del Comité. Al llegar, le dijo:

-¿Tiene usted muchos presos? 

El contestó:

-Menos de la mitad de los que deberían estar, porque usted no sabe la cantidad de «fascistas» que hay en este pueblo.

Don Joaquín, con frecuencia, cuando iba a dar una orden, lo hacía en forma que daba la sensación de que era un hombre manejable; casi, casi de que era un pobre hombre. Así le replicó:

-Esas personas, ¿han sido juzgadas por un juez y condenadas a la cárcel?

El alcalde o presidente del Comité, envalentonado, contestó:

-¿Pero no le he dicho a usted que son «fascistas? Son «fascistas» Indeseables, que lo sepa usted de una vez.

Don Joaquín, como si no le hubiera entendido, Insistió:

-Lo que deseo saber es si algún juez les ha juzgado y condenado.

-Mire usted, o usted no me entiende o no quiere entenderme. Esos individuos, y los que metamos, son unos Indeseables «fascistas» enemigos del Pueblo, y deje usted ya este tema, que huele mal.

Y entonces, don Joaquín, con la impresionante fuerza que sus ojos pequeños y miopes daban a su palabra, le dijo:

-Todos los que están en la cárcel, que no hayan sido juzgados, los mandará usted a sus casas, acompañando a cada uno una pareja de milicianos; bien entendido que si alguno de ellos sufriera un accidente serán juzgados, usted y todos, por traición a la República y asesinato. No toleraré que nadie se tome la justicia por su mano, y a quien lo haga lo castigaré, por traidor a le República, con el mayor rigor. Deme cuenta del cumplimiento de la orden y de haberla realizado tal y como se lo he ordenado.

Así fue como volvieron a sus casas, aquel señor y los demás, sin ningún incidente. La señora, al día siguiente, vino a verle, reflejando su rostro alegría, duda, esperanza, miedo... ¡tantas cosas!, porque si era cierto que su marido estaba a su lado... ¿cuánto duraría aquello?

-Mire usted, señor -le dijo-, mientras usted esté aquí, todas las madres que teníamos miedo por nuestros esposos e hijos nos sentiremos tranquilas y amparadas, pero cuando usted se vaya... ¡qué será de nosotros! Si pudiéramos, si a usted no le parece mal, nosotros quisiéramos irnos a otro pueblo, donde no nos conozcan y podamos pasar inadvertidos.

-Como usted guste, señora -le contestó don Joaquín-. Y para que ustedes estén seguros, pondré un coche a su disposición conducido por un artillero. Llevarán además un salvoconducto mío.

La buena mujer no cabía en sí de gozo. ¡Cómo iba ella a imaginar que este hombre tan sencillo, humano y generoso era republicano, si hasta entonces de los republicanos sólo había recibido dolor y pena!

-Muchas gracias. Todos los míos le viviremos eternamente agradecidos.

Don Joaquín, para cortar la escena, le preguntó:

-Usted dirá a qué hora ven a buscarles y adónde quieren Ir.

Ella respondió:

-A Jaén. Mi hermana vive allí. Si puede ser quisiéramos salir a las 3 de esta tarde.

-Pues a las 3 menos cuarto estará el coche en la puerta de su casa.

La buena mujer volvió a darle las gracias, resbalando por su cara las lágrimas mientras sonreían sus labios, y entonces, como deseando expansionarse, ya en el umbral de la puerta, con el corazón que se le salía a chorros, llena de una emoción intensísima, respirando fatigosamente y con la mirada de una madre y esposa que rebosa gratitud, miró a todos y le dijo, con voz forzosamente alta que casi era un grito:

-Créame que la mayor alegría que tengo es la de saber que esto no se lo debo a ningún rojo, sino a uno de los nuestros.

Y se fue tan contenta, sobre todo por haber salvado a su marido y también porque había podido decirle a aquel señor, del que ni siquiera sabía su nombre, que ella estaba segura de cuál era su forma de ser.

Don Joaquín, sonriendo, cuando ella había desaparecido, remachó la escena diciendo:

-¡Es triste que nadie crea que yo soy republicano!