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 Tiempo de Historia, nº 87, febrero 1982

Los grandes cementerios bajo la luna

El horror fue aquí

Eduardo de Guzman

 

Lo único bueno que tienen las guerras internacionales es que, por mucho que se prolonguen las hostilidades, terminan por completo el día mismo en que se firma el armisticio. Lo peor de las peleas entre hermanos —aun siendo todo en ellas de una espantable crueldad— estriba en que odios y rencores no desaparecen automáticamente al concluir el dramático dialogar de las armas. Muy al contrario, las malas pasiones perduran después años, lustros e incluso, décadas que debieran ser de paz, pero que no lo son. En todas las contiendas fratricidas florecen siempre quienes —movidos generalmente por razones inconfesables— pretenden que nunca cicatricen las viejas heridas, dividiendo a la familia común con humillantes discriminaciones. No sólo entre los vivos —que ya sería sobradamente doloroso-- sino incluso entre los muertos que, según el bando en que hayan combatido, serán héroes y mártires del honor y la patria o vulgares asesinos merecedores de eterna condenación por estricta aplicación del tremendo consejo bíblico de Isaías: «¡No tentáis unión con los infieles ni siquiera en el sepulcro!». Un amigo me muestra una bella fotografía en la que sobre un oscuro fondo montañoso se destaca una amplia vaguada que desciende suavemente hasta el borde mismo de la carretera. Tomada la «foto» en la primavera de 1975 la hondonada aparece totalmente cubierta por altas hierbas silvestres entre las que brilla el rojo de las amapolas. El paisaje, que respira un aire de bucólica tranquilidad, ofrece visibles semejanzas con la célebre «Vereda de las amapolas» pintada hacía un siglo por el impresionante francés Renoir. Se lo digo a mi interlocutor que mueve repetidas veces la cabeza en gesto negativo y replica con voz helada por la emoción.

—Se trata, aunque no lo parezca, de un cementerio; bajo esas flores y yerbajos yacen los cuerpos acribillados a balazos de dos mil españoles merecedores de suerte distinta y mejor.

Comprendo lo que quiere decir sin necesidad de más amplias explicaciones. Este paraje aparentemente idílico, cubre uno de aquellos gigantescos cementerios clandestinos bajo la luna que horrorizan al escritor católico Bernanos al descubrir los primeros en la Mallorca de 1936 y que cuarenta años después deben estremecernos y avergonzarnos a todos. Una pequeña vaguada, cercana al pueblo riojano de Lardero y a pocos kilómetros de la ciudad de Logroño fue el escenario elegido en un ayer ya lejano para la bárbara inmolación de centenares y centenares de hombres, diecisiete mujeres y algún que otro niño en medio de las sombras de la noche o a la luz incierta de la amanecida. -Unos y otros fueron enterrados a renglón seguido en grandes zanjas abiertas en pleno campo, no pocas veces por las propias víctimas minutos antes de su ejecución.

¿Qué graves delitos, qué horrendas culpas perpetraron aquellos hombres y mujeres sobre cuyas tumbas no se permite siquiera colocar una cruz durante las cuatro décadas que siguen a su sacrificio? No lo sabemos. No podemos saberlo porque ninguno de ellos fue detenido, interrogado, juzgado legalmente, condenado y ejecutado con arreglo a las leyes vigentes en España antes, durante y después de la espantable guerra civil. Ignoramos, incluso, los nombres de una mayoría de los que aquí descansan, sacados de noche de sus domicilios por gentes desconocidas y desaparecidas horas o días después al borde de unas gigantescas fosas comunes. Conocemos únicamente como se llamaban trescientas o cuatrocientas de las que en este lugar yacen porque sus familiares cercanos consiguieron averiguar donde y como murieron venciendo grandes obstáculos y arrostrando considerables riesgos. Los mil seiscientos o mil setecientos restantes son, tienen que ser necesaria y forzosamente una parte de los hombres de la Rioja que se esfumaron en el primer semestre de la contienda civil y que no han sido hallados ni han dado señales de vida en el largo tiempo transcurrido desde entonces.

—Casi todos los enterrados aquí fueron fusilados entre comienzos de septiembre de 1936 y finales de enero de 1937. Los traían en camiones y automóviles desde la cárcel de Logroño o cualquiera de las comisarías y cuartelillos, aparte de los que venían y directamente del lugar en que habían sido apresados, con las manos atadas a la espalda, lógicamente temerosos de la suerte que les aguardaba y doblemente impresionados por las bromas macabras y las amenazas de quienes los conducían. Les apeaban a la entrada de la vaguada donde se alzaba una especie de caseta en la que esperaban los integrantes de los pelotones que inmediatamente comenzaban a funcionar.

Según todos los datos que han podido reunir a lo largo de muchos años sus familiares y amigos suman dos mil dos las personas que en este lugar fueron inmoladas, cifra doblemente impresionante cuando sabemos que en esa época Logroño no superaba los cincuenta mil habitantes, que los condenados en consejos de guerra fueron enterrados en diferentes cementerios y que la Rioja no estuvo en ningún momento en manos republicanas ni las columnas de García Escámez que la ocuparon el 19 de julio no tropezaron en parte alguna con una resistencia armada, seria y obstinada.

Aunque durante la guerra y muchos años después se procuró mantener en absoluto secreto el lugar de las ejecuciones y el sitio exacto en que fueron enterradas las víctimas, así como el número exacto de las mismas, el hecho no tardó en trascender. De un lado porque algunos de los que participaron en los crímenes se lo dijeron a familiares o amigos presumiendo de su intervención en los mismos; de otro, porque muchos vecinos de Lardero fueron obligados a cavar las fosas en unas ocasiones y en otras a enterrar a los ejecutados caídos fuera de ellas. El nombre del escenario de los hechos adquirió pronto una triste celebridad. De «La Barranca» hablaban muchos en voz baja; ninguno, sin embargo, osaba hacerlo en público ni menos todavía denunciar lo que allí sucedía, aterrados todos por la posibilidad de caer en la próxima inmolación de llegar a despegar siquiera los labios.

Desafiando todos los peligros y siendo objeto muchas veces de insultos y amenazas algunos familiares de los muertos —madres, esposas, hermanos e hijos— se atrevían a acudir en alguna ocasión a este lugar para depositar sobre las fosas ramos de flores. Lejos de disminuir, su número fue aumentando al paso de los años. Algunos quisieron cercar y adecentar el lugar, y no les fue permitido. En diversas ocasiones colocaron Cruces indicando el lugar en que yacían sus deudos y las cruces fueron arrancadas y destruidas. El lugar continuó abandonado e igual durante ocho largos lustros. En la vaguada pastaban las cabras y en alguna época se convirtió en vertedero. Paulatinamente fueron muriendo las madres de los fusilados; las viudas jóvenes en 1936 se convirtieron en ancianas en 1974; los hijos crecieron, se casaron y tuvieron hijos a su vez. No obstante ninguno se dejó ganar por el desaliento y el olvido y año tras año, en los días primeros de noviembre y mayo las fosas recibieran una ofrenda floral en recuerdo y memoria de los desaparecidos.

Todo esto continuó hasta 1976. En noviembre de este año, los familiares de los muertos pudieron celebrar por vez primera de una manera oficial, pública y en cierto modo solemne su visita a las tumbas de los seres queridos. En las páginas del «Correo Español-Pueblo Vasco» del 2 de noviembre de ese año se publica junto a una de las fotografías que aquí reproducimos, una información que dice textualmente: «Ayer, además de los centenares de personas que acostumbran todos los años acudir al lugar, se personó en "La Barranca" el gobernador civil de Logroño, don José María Adán, quien conversó con los familiares y amigos de los muertos. Hemos podido saber que la primera autoridad de la provincia se dirigió con toda delicadeza hacia los grupos de familiares para interesarse si éstos preferirían que los restos mortales de los difuntos se trasladasen a algún cementerio si desearían que se acondicionase el terreno y se vallase oportunamente.»

Los familiares optaron decididamente porque sus deudos continuasen descansando en el lugar en que fueron inmolados e iniciaron de manera inmediata los trabajos y gestiones para explanar y adecentar «La Barranca», vallar el terreno y colocar un monumento conmemorativo del bárbaro sacrificio de tantas vidas humanas. _Una comisión de los deudos de los caídos republicanos realizaron y costearon los trabajos precisos y tres años después «La Barranca» ofrecía el aspecto que puede verse en otra de nuestras fotografías. El monumento conmemorativo, alzada junto a la puerta de entrada del recinto fue encomendado a un magnífico escultor —Alejandro Rubio Dalmati—, chileno de nacimiento pero nacionalizado español, autor de obras tan importantes como el monumento al labriego erigido en el propio Logroño o de la impresionante talla del «Preso político desconocido» que reprodujimos junto a estas líneas—que desde el primer momento prestó su entusiasta y desinteresada colaboración sin querer percibir un solo céntimo por su extraordinario trabajo.

El monumento funerario labrado en piedra y con una altura de seis metros muestra, por un lado, los cuerpos muertos de un obrero manual y otro intelectual de los muchos que aquí cayeron; por otro, una impresionante estampa de los campesinos inmolados en este lugar y en el frente la imagen vertical de una mujer joven y bella caída en el suelo luego de ser acribillada a balazos. Si el monumento es de una impresionante grandeza, no lo es menos la leyenda que en letras gruesas y en el pedestal de la obra puede leerse y dice textualmente:

«Este horror ya fue... 1936.

Hoy no queremos ni odio

ni venganza, pero sí dejar

testimonio para que estas

locuras no se repitan... 1979»

«La Barranca» constituye hoy un testimonio trágico de lo que sucedió en tantos lugares de España en los años espantables de nuestra contienda civil. Es, al mismo tiempo, una lección de humanidad y civismo y una impresionante llamada a la paz y a la reconciliación nacionales. ¡Ojalá pudiera servir para disuadir de sus siniestros propósitos a quienes todavía ahora, en los comienzos de 1982, aspiran y sueñan con repetir centuplicados los horrores pretéritos!

■ E. G.